domingo, 24 de noviembre de 2013

La personalidad oculta en un infame asesinato

Hola a todos, soy yo de nuevo (Inés). Os dejo algo que me inspiró una fantástica obra de teatro que vi ayer por la tarde. Espero que os guste y comentad lo que queráis!!! :)

Ayer fui al teatro. Un infame asesinato y demás interrupciones. La historia de cómo un personaje trata de escapar del guión que le encadena y descubre cómo la muerte es la única capaz de librarle de aquella jaula. Todo esto, hay que decir, empañado de mucho humor, de escenas que arrancan la risa y protagonizado por los personajes del Cluedo. Altamente recomendable.

 El caso es que, he de confesar, desde entonces una idea ha ido tomando forma en mi cabeza. Ya existía antes, es cierto, pero no es hasta ahora cuando ha sido lo suficientemente precisa como para poder expresarse en palabras.
 
La Personalidad. Esa gran desconocida. ¿Quién es? ¿Cuál es su esencia? ¿Nace o se crea? ¿Cambia? ¿Es estable? ¿Perdura en el tiempo? Y, la más relevante, o al menos a la que más importancia le estoy dando en estas últimas horas: la personalidad, ¿nos define o nos limita?

 Si de algo estoy más o menos convencida es de que la personalidad nos identifica. Es un constructo, conformada a partes iguales de estabilidad y de cambio, que responde a la pregunta de lo que somos. Que nos diferencia del resto. Que define nuestra esencia. Que proporciona a los demás pautas para predecir cómo actuaremos en una situación concreta.

 Ahora bien, ¿hasta qué punto esta definición no lleva, por definición misma, la limitación atada de la mano? ¿Hasta qué punto lo que somos no se termina convirtiendo en lo que tenemos que ser? ¿Hasta qué punto no nos marca un camino del que no podemos salirnos? ¿Hasta qué punto la idea que los demás tienen de nosotros mismos no es la causa última de nuestra conducta? Como si de un guión se tratara. Unas líneas que memorizas, que repites, que no puedes abandonar, y fuera de las cuales nada existe. La vida como una obra de teatro que representas y representas hasta la escena final de la misma.

 Pero ahora, digerido todo esto, ¿podemos escapar de ello? ¿Es posible encontrar un equilibrio entre identidad y limitación? ¿Podemos enfrentarnos al mundo, vivir un momento, llevar a cabo una tarea, prescindiendo de lo que somos?

 Lo sé. La idea es paradójica y llega a mezclarse con lo absurdo. ¿Cómo una persona puede librarse de su propia personalidad? Si es lo que la define. Lo que la constituye. ¿Dejar de ser para ser libre? ¿Se puede no ser y ser algo? ¿Se puede existir sin ser lo que eres? Y por eso el protagonista de la obra termina encontrando la muerte, aunque en ningún momento la busque.  Solo así logra escapar del guión y consigue abrir finalmente su jaula.

 La libertad y la extraña idea de que esta pueda ser inevitablemente inalcanzable.

 A Carlos. Por permitirme darle forma a una idea. Enhorabuena por el trabajo, porque habéis realizado una auténtica obra de arte. Mi más y sincera profunda admiración ;)

 

martes, 12 de noviembre de 2013

La belleza de un instante.


Hola a todos! Soy Inés, y publico de nuevo después de mucho tiempo sin hacerlo. En esta ocasión os traigo más bien un pensamiento. Algo que no tiene mucho sentido, que no es una historia ni una reflexión propiamente dicha, pero que me ha ocurrido esta tarde. Cualquier comentario es bien recibido.

Mientras estaba estudiando he tenido la fortuna de levantar la vista y mirar a través de la ventana que me separa del mundo. Ocurre a veces que la vida decide enseñarnos un fragmento de ella misma, el cual suele adoptar la más diversa de las pluralidades y el cual, tristemente, suele pasar desapercibido en la mayor parte de las ocasiones.
Supe después que aquel, que ahora, era uno de esos momentos. Tuve una sensación extraña. Lo que observo, a pesar de su cotidiana monotonía, de su regular apariencia, de su carácter vulgar y de la más absoluta de sus normalidades, me parece inmensamente bello.
Los edificios que hay en frente de mi casa, esos que están siempre ahí, delante de la ventana, se han transformado en una silueta. Nada se percibe de ellos más que su forma. De un marcado negro, destacan sobre el amarillo del horizonte, el cual se va volviendo azul a medida que alzas la vista hacia lo más alto. Un continuo de colores que pasa de lo más claro a lo más oscuro. Un fondo de tonos entremezclados en el que las líneas no existen: sus contornos no están definidos y se desconoce dónde está el inicio y dónde el fin. Y a lo alto una estrella, la primera de la noche, que aparece brillando en el cielo, en la más absoluta de las soledades y ajena a todo aquello que desde aquí se percibe.
 A cada segundo que pasa puedo sentir como poco a poco el paisaje se desintegra, el azul se hace más oscuro, el amarillo se apaga, perdido en el horizonte, invadido por el peso. Forma y fondo comienzan a difuminarse. Eso es lo que hace que no pueda apartar la mirada. Un simple pestañeo y puede que cuando vuelva a mirar aquello haya desaparecido. Quizá el carácter efímero de la realidad es lo que más llega a embellecerla.
Porque ya está. En lo que he tardado en escribir estas líneas la magia a desaparecido, y aquello que me impulsó a iniciarlas sencillamente ya no existe. Una motivación nacida en el deseo de tratar de capturar en palabras algo que el olvido terminará por borrar de mi memoria. Un momento bello y perfecto que probablemente, o al menos desde este ángulo, ha sido únicamente apreciado por una persona.
El vecino de enfrente acaba de dar la luz de su cocina.
La oscuridad cae sobre Madrid y otro día más llega lentamente a su fin.
La ventana que me separa del mundo únicamente devuelve ya mi reflejo.
Dedicado a cualquiera que sepa apreciar la belleza de un instante a pesar de las circunstancias en las que pueda encontrarse envuelto.

viernes, 26 de julio de 2013

Las circunstancias de la vida

Hola a todos! Aquí estoy yo de nuevo, Inés, publicando una reflexión en el blog. Espero que os guste! Se acepta cualquier tipo de comentario ;) 

Las circunstancias de la vida quieren que la muerte haya estado presente en mi entorno durante los últimos meses, llevándose a personas lo suficientemente lejanas como para que su ausencia no me apene pero lo suficientemente cercanas como para sumirme en un profundo mar de reflexiones.

La Muerte. Qué idea más densa y compacta.

Creo que lo más asfixiante de la misma, demasiado ancha como para que podamos abarcarla en su totalidad es, además de la inevitable ausencia que arrastra consigo, su completa falta de sentido.

Como seres racionales que somos nos pasamos la vida buscando razones. Motivos que sustenten el mundo, que nos ayuden a enfrentarnos a él, que nos permitan predecirlo. Y así, aunque en realidad nos encontremos en un lugar caótico y profundamente azaroso, nuestra mente es capaz de dibujar reglas que parecen encerrarlo. Normas que parecen regirlo. Cadenas de humo que embellecen aquello que ciegamente observamos.

Por eso la muerte resulta tan difícil de digerir. Porque arranca de cuajo esos pilares que llevamos construyendo durante tantos años. Porque nos recuerda nuestro débil control sobre las cosas y que el mundo rara vez actúa con justicia. Y claro, cualquier mente racional es reacia a entender algo que no puede ser entendido.

¿Qué muere una persona mayor? Ya le tocaba, nos decimos. ¿Qué muere una persona mala? Lo tenía merecido, sin duda (como si alguien pudiera acaso llegar a merecerlo). Pero, ¿qué ocurre con el resto? ¿Dónde está el sentido de la muerte de un niño que lleva enfermo de nacimiento? ¿Dónde está el de Alberto, ese padre que dejó una viuda y a dos hijos huérfanos? ¿Y el de esas ochenta víctimas que llevamos en el terrible accidente de Santiago? No lo busquen señores, porque sencillamente no existe. Son cosas que suceden y que nosotros reinventamos para tratar con suerte de entenderlas.

Y si dudan de lo que digo, observen como he empezado estas líneas: “Las circunstancias de la vida quieren”. ¿Quieren? Por el amor de Dios. ¿Hasta dónde puede llegar nuestra absurda manía, nuestra innata determinación a personificarlo todo? ¿Quieren? Como si hubiese un deseo. Una intención. Un sentido. ¿Quieren? Por favor… las circunstancias de la vida no quieren. Tan solo se limitan a suceder.

Así funcionan las cosas. La muerte nos recuerda el sinsentido de la vida y que su verdadero significado solo podemos dárselo nosotros.


A Alberto. Por lo profundamente injusta que me parece tu muerte. 

martes, 18 de junio de 2013

"La suma de los días"

Hasta hoy, creía que se me habían agotado los depósitos de ideas. Se me había colado en la mente la estúpida convicción de que contamos con un pozo del que rescatamos los relatos, y que yo ya había tocado el fondo. Ha sido necesario volver a sumergirme en la vida de Isabel Allende para darme cuenta de mi gran error. De paso, he conseguido redescubrirme a mí misma. “La suma de los días” me ha abierto los ojos. Me ha gritado lo que yo no era capaz de ver. Ahora sé que todos tenemos una historia y que merece ser contada.
 Que si la inspiración te falta, la buscas. Que el dolor de espalda que brota, repentino, en los momentos de fatiga no es más que la consecuencia de todo lo que hemos vivido y muy poca gente sabe. Se trata de una alarma que te recuerda que el tiempo pasa. Ladrón de palabras y recuerdos.
Todo esto se ha visto reforzado con unos cuadernos que se cruzaron en mi camino hace unos días. En ellos, inocente, escupía cada  pensamiento que atronaba mi cabeza los días previos a selectividad. Fue curioso, puesto que sentí que estaba leyendo mi propia novela. Mi autobiografía. Y quise que la gente supiera que para escribir un libro contamos con toda la vida. Que no hace falta tener las mejores ideas del mundo porque nosotros mismos somos protagonistas desde el momento en que nacemos de una historia de distintos géneros. Que no pasa nada si no lo haces bien, porque escribir no significa vender. Es sinónimo de hablar, de vaciarte por dentro,  de sentirte escuchado, de ordenar tu mente, de liberarte. De formar parte del mundo.
Desde hace unos días, una vez más, andaba frustrada con la sensación de que no tenía con quién hablar. Culpaba a los exámenes de mi falta de tiempo y de la reducción de mi vida social. De nuevo, estaba ciega. Escribe todo lo que no puedas decir. Una solución fácil para un problema que no merece dicho nombre.  Ahora sé que no escribo para gustar. Ahora sé que escribo libre porque lo hago sin miedo. Porque lo hago para mí.
La raíz de este embrollo es una pregunta que emergió de un rinconcito de mi mente este martes. Estando en la cafetería de la facultad, se aproximaron a mi amiga y a mí dos estudiantes neoyorquinos que visitaban Madrid en busca de mejorar el idioma y empaparse de nuestra cultura. Tímidos, quisieron sentarse  con nosotras a charlar. En un momento de la conversación, uno de ellos comentó que aterrizaron en la capital gracias a una asociación cristiana. En un inglés atropellado, nos habló del gran abismo que separa la manera en que vivimos la religión en ambos contienentes. Le resultaba extraño que los jóvenes de nuestra edad no acudieran a misa todos los domingos. Incluso se aventuró a indagar sobre nuestra opinión de Dios. No sé si su interés era puramente personal o había intenciones ocultas, enfocadas a reclutar a su religión a los pobres ciegos que aun no la hemos descubierto. Esas charlas baratas que ya nos conocemos todos porque nos las han soltado alguna vez. Lo cierto es que no fui capaz de averiguarlo entonces, así que no voy a juzgarles ahora.
Por la noche, volví a retomar una conversación que tantas veces he mantenido con las voces de mi mente y que creía ya resuelta. ¿Acaso la religión te hace más feliz? Mi respuesta, hasta hoy, era sí. Porque tener a Dios implica no estar solo, y eso quita de un plumazo uno de los mayores miedos del ser humano. Porque la fe es esperanza… ¿y con eso basta?
Pienso en lo cansado que supone creer en un Dios que permite todas las atrocidades que hay en el mundo (topicazo, lo sé) y no solo tener que justificarle, sino además aceptarlo. Agachar la cabeza frente a situaciones verdaderamente repugnantes que suponen nuestro día a día. Se trata de una pregunta que ha sido formulada infinidad de veces y  frente a la cual la respuesta siempre es la misma: Dios nos ha hecho libres.
Y entonces, lo entiendo. Toda esa angustiosa necesidad de buscarle un sentido a las desgracias del mundo nacía del miedo. Del miedo a lo que viene después. Del miedo, desgarrador y paralizante, que supone el deberse a alguien. Del expandido miedo a la muerte. Tan atroz, que les impide cuestionarse lo que ven con sus propios ojos. Tan asfixiante que es capaz de enfrentar a la integridad y al sentido común. Que no  les permite rebelarse. Que les obliga a ver, oír, y callar. Que desintegra su autonomía.
Que los somete.



martes, 11 de junio de 2013

Black Mirror, el esperpento moderno.

Después de estar un tiempo demasiado largo sin publicar, por fin encuentro tiempo e inspiración para volver a hacerlo! :) En esta ocasión, os dejo un comentario de una serie que acabo de terminar hace poco y que merece mucho la pena. Espero que os guste ;) 

En un mundo en el que todo está cada vez más conectado, ver la tele se convierte en sinónimo de desconexión, por paradójico que parezca. De desconexión, de desvanecimiento, de desentendimiento. De alejamiento de un mundo al que pertenecemos por pereza.

Ahora bien, ¿qué pasaría si a esa pantalla negra, conocida mundialmente bajo el nombre de “caja tonta”, le diese un día por actuar como un espejo? ¿Qué pasaría si al pulsar el mando la película tuviese por argumento un reflejo de lo que somos? La respuesta a ambas preguntas cabe en dos palabras inglesas: Black Mirror. Una serie en la que el factor común de sus episodios es el tema y no los personajes.

Ver uno de sus capítulos es similar a zambullirse en un sueño. Desde el principio sabes que lo que ocurre no es real aunque guarde con la vida un parecido espeluznante. Navegas por ese mundo permaneciendo a la espera. Todo resulta plausible pero sabes que tan solo es cuestión de tiempo y que en breves surgirá algo que no encaje. Se percibe en la atmósfera. Se palpa en el ambiente. Hay cierta irrealidad escondida tras la aparente normalidad que cada detalle desprende.

Y entonces, aparece: un chantaje absurdo, una aplicación que simula ser un fallecido, una grabadora que actúa como memoria, un pedaleo incesante y continuo… La evidencia que sitúa ese mundo en otro plano.

De este modo y lentamente comienza a formarse el torbellino. Aquello que apareció como diferenciador comienza a hacerse más y más grande. Y más rápido. Y más fuerte. El sueño comienza a adquirir el matiz de una pesadilla. La fractura entre realidad y ficción se hace cada vez más profunda. Más insalvable. Más evidente. El suelo cruje y se resquebraja. El viento aúlla ferozmente. Los personajes intentan escapar, pero ninguno lo consigue. Caen atrapados, como moscas. Son arrojados al huracán, presas de sus propios actos, víctimas de una sociedad a la que ellos mismos dieron alas.

Por suerte, el capítulo acaba y uno termina despertando. Sobresaltado y con un sabor ácido en los labios, te esfuerzas por repetirte que la ficción tras la pantalla queda, pero el peso del mensaje recibido es demasiado potente como para pasar a ser tan rápidamente ignorado. El regusto de la pesadilla recién soñada te persigue porque sabes que en esta ocasión algo de real tiene.

En tu cabeza queda un mensaje potente, taladrante, avasallador, penetrante, que ilustra aquello que podemos llegar a ser o en lo que quizás ya nos hemos convertido. Una insensibilidad tan grande que resulta grotesca, hiriente y humillante. Una indiferencia que culpabiliza por exagerar aquello que está empezando a ser. Un mundo virtual en el que lo natural no tiene cabida y cuya realidad se compone de elementos irreales. Un aislamiento absoluto ante cualquier resquicio humano. Un allanamiento continúo a la privacidad del individuo. Una esclavitud adornada con los brillantes trajes de la libertad. Una vida que transcurre en el recuerdo, o en el futuro, pero nunca jamás en el presente. Y un pueblo que no piensa. Que se burla sin entender, que vota sin meditar y que juzga sin comprender. Un pueblo al que todos pertenecemos y del que ninguno creemos formar parte.  


Black Mirror, el esperpento moderno. Una realidad que se deforma, que varía. Un espejo que nos devuelve una imagen grotesca de lo que somos. Una pantalla que, por primera vez en la historia, deja de ser caja tonta para mostrar una imagen oscura, perversa y deforme de cualquiera que se atreve a observarse en ella.

Mirarse en el espejo resulta a veces muy incómodo. 

A todo aquel que sea capaz de esforzarse por cambiar los reflejos más oscuros que el espejo le devuelve. 

miércoles, 2 de enero de 2013