martes, 18 de junio de 2013

"La suma de los días"

Hasta hoy, creía que se me habían agotado los depósitos de ideas. Se me había colado en la mente la estúpida convicción de que contamos con un pozo del que rescatamos los relatos, y que yo ya había tocado el fondo. Ha sido necesario volver a sumergirme en la vida de Isabel Allende para darme cuenta de mi gran error. De paso, he conseguido redescubrirme a mí misma. “La suma de los días” me ha abierto los ojos. Me ha gritado lo que yo no era capaz de ver. Ahora sé que todos tenemos una historia y que merece ser contada.
 Que si la inspiración te falta, la buscas. Que el dolor de espalda que brota, repentino, en los momentos de fatiga no es más que la consecuencia de todo lo que hemos vivido y muy poca gente sabe. Se trata de una alarma que te recuerda que el tiempo pasa. Ladrón de palabras y recuerdos.
Todo esto se ha visto reforzado con unos cuadernos que se cruzaron en mi camino hace unos días. En ellos, inocente, escupía cada  pensamiento que atronaba mi cabeza los días previos a selectividad. Fue curioso, puesto que sentí que estaba leyendo mi propia novela. Mi autobiografía. Y quise que la gente supiera que para escribir un libro contamos con toda la vida. Que no hace falta tener las mejores ideas del mundo porque nosotros mismos somos protagonistas desde el momento en que nacemos de una historia de distintos géneros. Que no pasa nada si no lo haces bien, porque escribir no significa vender. Es sinónimo de hablar, de vaciarte por dentro,  de sentirte escuchado, de ordenar tu mente, de liberarte. De formar parte del mundo.
Desde hace unos días, una vez más, andaba frustrada con la sensación de que no tenía con quién hablar. Culpaba a los exámenes de mi falta de tiempo y de la reducción de mi vida social. De nuevo, estaba ciega. Escribe todo lo que no puedas decir. Una solución fácil para un problema que no merece dicho nombre.  Ahora sé que no escribo para gustar. Ahora sé que escribo libre porque lo hago sin miedo. Porque lo hago para mí.
La raíz de este embrollo es una pregunta que emergió de un rinconcito de mi mente este martes. Estando en la cafetería de la facultad, se aproximaron a mi amiga y a mí dos estudiantes neoyorquinos que visitaban Madrid en busca de mejorar el idioma y empaparse de nuestra cultura. Tímidos, quisieron sentarse  con nosotras a charlar. En un momento de la conversación, uno de ellos comentó que aterrizaron en la capital gracias a una asociación cristiana. En un inglés atropellado, nos habló del gran abismo que separa la manera en que vivimos la religión en ambos contienentes. Le resultaba extraño que los jóvenes de nuestra edad no acudieran a misa todos los domingos. Incluso se aventuró a indagar sobre nuestra opinión de Dios. No sé si su interés era puramente personal o había intenciones ocultas, enfocadas a reclutar a su religión a los pobres ciegos que aun no la hemos descubierto. Esas charlas baratas que ya nos conocemos todos porque nos las han soltado alguna vez. Lo cierto es que no fui capaz de averiguarlo entonces, así que no voy a juzgarles ahora.
Por la noche, volví a retomar una conversación que tantas veces he mantenido con las voces de mi mente y que creía ya resuelta. ¿Acaso la religión te hace más feliz? Mi respuesta, hasta hoy, era sí. Porque tener a Dios implica no estar solo, y eso quita de un plumazo uno de los mayores miedos del ser humano. Porque la fe es esperanza… ¿y con eso basta?
Pienso en lo cansado que supone creer en un Dios que permite todas las atrocidades que hay en el mundo (topicazo, lo sé) y no solo tener que justificarle, sino además aceptarlo. Agachar la cabeza frente a situaciones verdaderamente repugnantes que suponen nuestro día a día. Se trata de una pregunta que ha sido formulada infinidad de veces y  frente a la cual la respuesta siempre es la misma: Dios nos ha hecho libres.
Y entonces, lo entiendo. Toda esa angustiosa necesidad de buscarle un sentido a las desgracias del mundo nacía del miedo. Del miedo a lo que viene después. Del miedo, desgarrador y paralizante, que supone el deberse a alguien. Del expandido miedo a la muerte. Tan atroz, que les impide cuestionarse lo que ven con sus propios ojos. Tan asfixiante que es capaz de enfrentar a la integridad y al sentido común. Que no  les permite rebelarse. Que les obliga a ver, oír, y callar. Que desintegra su autonomía.
Que los somete.



martes, 11 de junio de 2013

Black Mirror, el esperpento moderno.

Después de estar un tiempo demasiado largo sin publicar, por fin encuentro tiempo e inspiración para volver a hacerlo! :) En esta ocasión, os dejo un comentario de una serie que acabo de terminar hace poco y que merece mucho la pena. Espero que os guste ;) 

En un mundo en el que todo está cada vez más conectado, ver la tele se convierte en sinónimo de desconexión, por paradójico que parezca. De desconexión, de desvanecimiento, de desentendimiento. De alejamiento de un mundo al que pertenecemos por pereza.

Ahora bien, ¿qué pasaría si a esa pantalla negra, conocida mundialmente bajo el nombre de “caja tonta”, le diese un día por actuar como un espejo? ¿Qué pasaría si al pulsar el mando la película tuviese por argumento un reflejo de lo que somos? La respuesta a ambas preguntas cabe en dos palabras inglesas: Black Mirror. Una serie en la que el factor común de sus episodios es el tema y no los personajes.

Ver uno de sus capítulos es similar a zambullirse en un sueño. Desde el principio sabes que lo que ocurre no es real aunque guarde con la vida un parecido espeluznante. Navegas por ese mundo permaneciendo a la espera. Todo resulta plausible pero sabes que tan solo es cuestión de tiempo y que en breves surgirá algo que no encaje. Se percibe en la atmósfera. Se palpa en el ambiente. Hay cierta irrealidad escondida tras la aparente normalidad que cada detalle desprende.

Y entonces, aparece: un chantaje absurdo, una aplicación que simula ser un fallecido, una grabadora que actúa como memoria, un pedaleo incesante y continuo… La evidencia que sitúa ese mundo en otro plano.

De este modo y lentamente comienza a formarse el torbellino. Aquello que apareció como diferenciador comienza a hacerse más y más grande. Y más rápido. Y más fuerte. El sueño comienza a adquirir el matiz de una pesadilla. La fractura entre realidad y ficción se hace cada vez más profunda. Más insalvable. Más evidente. El suelo cruje y se resquebraja. El viento aúlla ferozmente. Los personajes intentan escapar, pero ninguno lo consigue. Caen atrapados, como moscas. Son arrojados al huracán, presas de sus propios actos, víctimas de una sociedad a la que ellos mismos dieron alas.

Por suerte, el capítulo acaba y uno termina despertando. Sobresaltado y con un sabor ácido en los labios, te esfuerzas por repetirte que la ficción tras la pantalla queda, pero el peso del mensaje recibido es demasiado potente como para pasar a ser tan rápidamente ignorado. El regusto de la pesadilla recién soñada te persigue porque sabes que en esta ocasión algo de real tiene.

En tu cabeza queda un mensaje potente, taladrante, avasallador, penetrante, que ilustra aquello que podemos llegar a ser o en lo que quizás ya nos hemos convertido. Una insensibilidad tan grande que resulta grotesca, hiriente y humillante. Una indiferencia que culpabiliza por exagerar aquello que está empezando a ser. Un mundo virtual en el que lo natural no tiene cabida y cuya realidad se compone de elementos irreales. Un aislamiento absoluto ante cualquier resquicio humano. Un allanamiento continúo a la privacidad del individuo. Una esclavitud adornada con los brillantes trajes de la libertad. Una vida que transcurre en el recuerdo, o en el futuro, pero nunca jamás en el presente. Y un pueblo que no piensa. Que se burla sin entender, que vota sin meditar y que juzga sin comprender. Un pueblo al que todos pertenecemos y del que ninguno creemos formar parte.  


Black Mirror, el esperpento moderno. Una realidad que se deforma, que varía. Un espejo que nos devuelve una imagen grotesca de lo que somos. Una pantalla que, por primera vez en la historia, deja de ser caja tonta para mostrar una imagen oscura, perversa y deforme de cualquiera que se atreve a observarse en ella.

Mirarse en el espejo resulta a veces muy incómodo. 

A todo aquel que sea capaz de esforzarse por cambiar los reflejos más oscuros que el espejo le devuelve.