domingo, 19 de enero de 2014

Salvador Dalí

Hola a todos! Soy de nuevo Inés (a ver si Patri vuelve pronto!!). Ahora que por fin he acabado exámenes saco rato para hacer una de las cosas que más disfruto, que es escribir. En esta ocasión os dejo algo que escribí hace mucho, concretamente el 3 de septiembre, cuando fui a la exposición de Dalí. Aquí os la dejo ;) Se aceptan, como siempre cualquier tipo de comentarios, que es un verdadero placer leeros :)

Hoy he ido a la exposición de Dalí, del Reina Sofía, y he de confesar que ha cambiado, al menos en parte, la concepción de Arte que tenía.  

A pesar su fama, asistí a la misma con bajas expectativas. Nunca he sido aficionada a los sinsentidos artísticos, lo admito, y Dalí no se entiende a no ser que se le conozca mucho. Desde la más absoluta de las ignorancias, confieso que algunas vanguardias determinadas y el arte contemporáneo en general me resultan en ocasiones desesperantes. Los cuadros claros y el chocolate espeso. Me exaspera ver en museos obras cuyo valor artístico se me escapa y cuya autoría podría ser fácilmente atribuida a un niño de tres años. No me gusta no entender. Me resulta soberanamente incomprensible.
Así que comencé la exposición con menos arte que gracia. Caminaba por las salas, mirando los cuadros sin verlos, tratando de comprender metáforas cuya imagen no veía, observando obras que no entendía, cuya lógica se me escapaba a pesar de que estoy segura de que se esconde tras cada una de sus pinceladas.
Pero a medida que el tiempo fue pasando, mi actitud fue, sin pretenderlo, cambiando. Poco a poco las pausas comenzaron a ser más y más largas. Cada obra conseguía retenerme un poco más, cautivarme en parte, impregnarme de su magia. Me paraba un poco. Ladeaba la cabeza. Me detenía en detalles. Rastreaba su superficie. Pasaba el rato con ellas.
Y así dejé de intentar entender y pasé a mirar simplemente. Un saltamontes gigante, cientos de hormigas, cuerpos deformados y cabezas torcidas. Cajones y muletas que sostienen hasta lo no sostenible. Agua que cae sobre la nada. Un desierto. Una carretera infinita que desaparece en el horizonte. Relojes que se deshacen con el paso del tiempo. Estilos que se entremezclan y cambian con el paso de los años. Toda una colección de fragmentos de sueños no creados por tu mente. Y así, sin yo quererlo, terminé enamorándome de Dalí.
Siempre había pensado que para apreciar un cuadro necesitas entenderlo. Que el Arte no es más (como si fuera poco) que un trozo de subjetividad que una persona te regala. Una imagen. Una impresión. Un punto de vista que te inunda. Una visión del mundo a través de unos ojos que no son los tuyos. Y por eso las obras de las últimas décadas me resultan tan resbaladizas. Porque es difícil entrar en una subjetividad si no se sabe qué se está viendo.
Y esto, en parte, ha cambiado hoy. He aprendido que se puede disfrutar de un placer estético sin necesidad de comprenderlo. Y confieso que esto me resulta la mar de atrayente e inentendible. Que el ser humano, un buscador empedernido de sentido por naturaleza, disfrute de algo que no lo tiene, o de algo a lo que al menos no se lo encuentra.
Una concepción distintita de belleza que no por ello resulta menos bella.
 
A mi querido David. Por permitirme sentir esto.