Aquí os dejo algo que he escrito acerca del último libro que he leído, Delirio, una joya que merece muchísimo la pena. Si no habéis leído el libro, os recomiendo encarecidamente que lo hagáis. Y si lo habéis hecho, y además habéis tenido el placer de disfrutar de La casa de los Espíritus, entenderéis a qué me refiero. Un abrazo a todos! :)
Una de las constantes que aparece permanentemente
en cada una de las novelas hispanoamericanas que han caído en mis manos es el
Realismo Mágico. El Realismo Mágico, o la capacidad de transformar en cotidiano
lo sobrenatural y lo extraordinario. De lidiar con la telequinesis y el
espiritismo con una aburrida monotonía. De regañar a tu hijo por hablar con los
muertos o por mover objetos con la cabeza.
Quizás por eso Delirio
me haya atrapado. Porque Laura Restrepo va un paso más allá, da un giro más
de tuerca, y arrastra a lo real lo mágico, arrancándolo de esa apacible armonía
donde todo aquello sucedía.
En cierto sentido parece como si todo hubiera
empezado con una pregunta inconclusa: “¿Qué pasaría si…?”. ¿Qué pasaría si la
niña Clara actuara, en un mundo como este, como lo hace en el suyo propio? ¿Si
en lugar de enmarcarse en el Realismo Mágico la trajéramos a la actualidad? ¿Si
hoy en día se pusiera a leer el futuro y a realizar alguno de sus rituales? La
respuesta es la Señorita Agustina Londoño, y se encuentra relatada en la novela
de Delirio.
La historia nos llega a través de la voz de cuatro
narradores. Bueno. En realidad, es uno solo. Uno solo que, sin embargo, posee
el talento de fundirse con cuatro de los personajes que se localizan en cuatro
espacios y cuatro tiempos diferentes. Entra y sale de ellos con asombrosa
maestría. A veces habla en tercera persona y de repente se sumerge, y busca, y
bucea, y habla a través de sus pieles. Y mira a través de sus ojos. No hay
puntos y aparte porque en realidad esa omnisciencia no deja paso a que hablen
los personajes. El narrador lo es todo. Es quien cuenta. Es quien habla. Es
quien describe. Es quien conoce y es quien transmite.
El lector se convierte en una parte imprescindible
de la novela; en él reside la responsabilidad de construir la trama. De
construir la trama y de llegar al desenlace. De desglosar lo ocurrido. De
dotarlo de un sentido. De desenmarañarlo. De ordenarlo. De significarlo. Y así
se completa una obra que crece de la parte al todo, y cuya totalidad no se
aprecia hasta superar el punto que le da fin. Aquel en el que la historia
acaba. Ese delicioso momento en el que entiendes que el pasado más remoto era
en realidad un futuro que aún no había acontecido, pues ni Aguilar se había
sentado aún a leer los diarios de los abuelos ni Agustina se había puesto
todavía a relatar su infancia.
Y ese constante y permanente guiño a La Casa de los Espíritus, que no sé si
irá en el libro o irá en mis ojos, pero que aparece escondido en cada una de
las esquinas, entre las líneas, en los rincones de las páginas. No sé si seré
yo, o si acaso los personajes tienen su doble complementario en el libro de
Allende. Una historia que también sucede a lo largo de tres generaciones, en
las que hijos heredan de padres sus rasgos, sus deficiencias y su manera de
comportarse. En la que la casa posee una esencia que salpica y se distribuye
entre los que habitan en ella. Esa familia adinerada, de padre autoritario y
violento, de hijos invisibles a los ojos de quienes los concibieron. La
presencia de una mujer que se encuentra a medias entre el mundo real y el mundo
de lo incierto. Esas mujeres inocentes, bellas y con la gracia de una sirena. La
niña que decide compartir su vida con un joven revolucionario e izquierdista.
Blanca; porque en ambas historias hay una Blanca. La lucha, en segundo plano,
de los ricos y la clase obrera; del patrón y de los que aran la tierra.
Y sin embargo… qué horrible. Qué drama. Es como si
los personajes hubieran sido arrancados de ese mundo que no censura la magia.
Trasladados a la absurda realidad que la castiga y la señala. La joven Clara
chalada. Quién iba a decir que leer el futuro en los pliegues de las sábanas pudiera
ser sinónimo de estar tarada. Agustina, por favor, dime algo. Agustina, mi
amor, no te pierdas dentro de tu propia cabeza. Agustina, mi Tina, delirante y
desvalida.
A todo aquel al que esta maravilla le haya emocionado.