Patricia.
lunes, 28 de diciembre de 2009
MACHUCA.
Patricia.
jueves, 24 de diciembre de 2009
Respuesta
Lee la carta y se le cae de las manos.
Abre el sobre con manos temblorosas.
Su castigo por querer demasiado.
Piensa que trae su castigo.
Ve un sobre.
Cuando llega al buzón porta la misma desesperación que siempre.
El frío de la calle le obliga a meterse rápidamente en el portal.
Camina apesadumbrado, como tirado por hilos invisibles.
Recuerda el tormento de acariciar su sonrisa, congelada para siempre.
Recuerda su rostro difuminado por el dolor.
Recuerda como su vida huía entre sus manos.
Recuerda su voz susurrándole gracias.
Recuerda sus ojos pidiéndole perdón.
Recuerda su asentimiento, triste y desolado.
Recuerda como el corazón se le había congelado.
-¿Por fin te has decidido a ayudarme a morir?
sábado, 19 de diciembre de 2009
¡Hola! ¡Aquí os presentamos un nuevo relato! En realidad, se trata de una misma historia, pero contada desde dos puntos de vista diferentes, como ya hicimos en nuestra primera publicación. ¡Esperamos que os guste! Por otra parte, sentimos habernos retrasado en la publicación del domingo pasado, pero con los exámenes, nos ha resultado imposible publicar a tiempo. Por eso, el día de Nochebuena colgaremos otro relato, que, os adelantamos, será muy distinto de lo que os hemos mostrado hasta ahora. Así que, ¡animaros y pasad y el día 24!
- Lo único que te pido, es que me ayudes a morir.
Sé que cada vez que le disparo estas palabras le desgarro el alma. Pero necesito su ayuda, y no encuentro otra salida. Hablo y me duele. Ya no me acuerdo de mi rostro, y me valgo de las manos para memorizar los retazos de treinta años mal cumplidos. Entonces es cuando me doy cuenta de que es mejor no ver.
El calor que se filtra por la ventana convierte la habitación en una sauna. El aire pesa. Aspiro profundas bocanadas que llegan a mis pulmones como dagas afiladas. Están envenenadas y me hacen vomitar. Creo que cuando la gente me ve, llora. Yo lloro porque no puedo morir. Constantemente me pregunto cuál es mi pecado, y me convenzo a mi misma de que debí de ser muy mala, y por eso estoy así. Me resisto a pensar que el mundo es cruel y oscuro por naturaleza.
Es duro reconocer que ya no vale lamentarse. Pero nadie me comprende.
He aceptado que querer demasiado no es bueno. Te vuelves egoísta y luchas por algo que, a veces, carece de valor. Como yo. Ya no puedo ser persona. Así no. Y no es que no me quiera, si no que poco a poco me consumo y mis fuerzas… dudo si las tuve algún día. Pero se perdieron, como tantas otras cosas.
El día que él me ayude, y me dé lo que deseo, me regalará la felicidad de nuevo. Todo el mundo tiene ese derecho y a mí me lo quitaron de las manos. Por eso ruego lo que es mío y de nadie más. Sin embargo me replica. Una y otra vez.
Aunque nunca más veré sus ojos, me los imagino apenados. Él cree que hace bien y yo me compadezco. Minutos más tarde vuelvo a estar sola y frustrada. De nuevo no le entiendo y mi cabeza estalla. Probablemente me esté volviendo loca.
Días, días y más días. Postrada en una cama.
Para cuando él vuelve, estoy adormecida, y se pasó el dolor. No puedo vivir siempre con morfina. Intento volver a discutir, pero sella mis labios. Piensa que quiero convertirle en mi asesino. En realidad, deseo que sea mi salvador.
A pesar de todo, es un doctor.
Alguien que podría entregarme una vida que, desde que palpé esta cama, me he imaginado tantas veces.
Para mí, el abismo sería dulce y placentero.
Patricia
-Lo único que te pido es que me ayudes a morir.
Esas palabras me atraviesan el alma arrancando, como siempre que las oigo, cualquier tipo de fuerza que pueda quedarme todavía para poder seguir ayudándola.
Es imposible seguir adelante. Una pena que jamás pensé que pudiera ser experimentada por un ser humano ha dominado mi vida totalmente. La desesperación inunda cada uno de los movimientos que hago.
Yo, que jamás había llorado, encuentro en las lágrimas el único y débil consuelo que hacen que pueda seguir adelante. Al menos, creo que ella no se da cuenta.
Me duele verla. Me duele ver cómo su estado se deteriora lenta pero inexorablemente. Me duele ver cómo aquella vitalidad que siempre la caracterizó la abandona. Me duele ver cómo, por su cristiandad, se echa la culpa de lo ocurrido. Me duele ver cómo sufre por la profunda soledad que la acompaña debido a que nadie parece entenderla.
Soy su médico. Podría ayudarla, para conseguir esa paz que no es capaz de otorgarse por sí sola. Podría regalarle aquello que tanto ansía. Alguien podría enfocarlo, al menos, como ayuda para que la agonía de su sufrimiento dejara de retumbar constantemente en mis oídos.
Sin embargo, los días pasan, y yo me limito a subir levemente su dosis de morfina mientras la miro amargamente.
No puedo hacerlo. El egoísmo me impide convertirme en asesino, y menos aún, de mi propia hija.
Inés