Hasta hoy, creía que se me habían
agotado los depósitos de ideas. Se me había colado en la mente la estúpida
convicción de que contamos con un pozo del que rescatamos los relatos, y que yo
ya había tocado el fondo. Ha sido necesario volver a sumergirme en la vida de
Isabel Allende para darme cuenta de mi gran error. De paso, he conseguido
redescubrirme a mí misma. “La suma de los días” me ha abierto los ojos. Me ha
gritado lo que yo no era capaz de ver. Ahora sé que todos tenemos una historia
y que merece ser contada.
Que si la inspiración te falta, la buscas. Que
el dolor de espalda que brota, repentino, en los momentos de fatiga no es más
que la consecuencia de todo lo que hemos vivido y muy poca gente sabe. Se trata
de una alarma que te recuerda que el tiempo pasa. Ladrón de palabras y
recuerdos.
Todo esto se ha visto reforzado
con unos cuadernos que se cruzaron en mi camino hace unos días. En ellos,
inocente, escupía cada pensamiento que
atronaba mi cabeza los días previos a selectividad. Fue curioso, puesto que
sentí que estaba leyendo mi propia novela. Mi autobiografía. Y quise que la
gente supiera que para escribir un libro contamos con toda la vida. Que no hace
falta tener las mejores ideas del mundo porque nosotros mismos somos protagonistas
desde el momento en que nacemos de una historia de distintos géneros. Que no
pasa nada si no lo haces bien, porque escribir no significa vender. Es sinónimo
de hablar, de vaciarte por dentro, de
sentirte escuchado, de ordenar tu mente, de liberarte. De formar parte del
mundo.
Desde hace unos días, una vez
más, andaba frustrada con la sensación de que no tenía con quién hablar.
Culpaba a los exámenes de mi falta de tiempo y de la reducción de mi vida
social. De nuevo, estaba ciega. Escribe todo lo que no puedas decir. Una
solución fácil para un problema que no merece dicho nombre. Ahora sé que no escribo para gustar. Ahora sé
que escribo libre porque lo hago sin miedo. Porque lo hago para mí.
La raíz de este embrollo es una
pregunta que emergió de un rinconcito de mi mente este martes. Estando en la
cafetería de la facultad, se aproximaron a mi amiga y a mí dos estudiantes
neoyorquinos que visitaban Madrid en busca de mejorar el idioma y empaparse de
nuestra cultura. Tímidos, quisieron sentarse
con nosotras a charlar. En un momento de la conversación, uno de ellos
comentó que aterrizaron en la capital gracias a una asociación cristiana. En un
inglés atropellado, nos habló del gran abismo que separa la manera en que
vivimos la religión en ambos contienentes. Le resultaba extraño que los jóvenes
de nuestra edad no acudieran a misa todos los domingos. Incluso se aventuró a
indagar sobre nuestra opinión de Dios. No sé si su interés era puramente
personal o había intenciones ocultas, enfocadas a reclutar a su religión a los
pobres ciegos que aun no la hemos descubierto. Esas charlas baratas que ya nos
conocemos todos porque nos las han soltado alguna vez. Lo cierto es que no fui
capaz de averiguarlo entonces, así que no voy a juzgarles ahora.
Por la noche, volví a retomar una
conversación que tantas veces he mantenido con las voces de mi mente y que
creía ya resuelta. ¿Acaso la religión te hace más feliz? Mi respuesta, hasta
hoy, era sí. Porque tener a Dios implica no estar solo, y eso quita de un
plumazo uno de los mayores miedos del ser humano. Porque la fe es esperanza… ¿y
con eso basta?
Pienso en lo cansado que supone
creer en un Dios que permite todas las atrocidades que hay en el mundo
(topicazo, lo sé) y no solo tener que justificarle, sino además aceptarlo.
Agachar la cabeza frente a situaciones verdaderamente repugnantes que suponen
nuestro día a día. Se trata de una pregunta que ha sido formulada infinidad de
veces y frente a la cual la respuesta
siempre es la misma: Dios nos ha hecho libres.
Y entonces, lo entiendo. Toda esa
angustiosa necesidad de buscarle un sentido a las desgracias del mundo nacía
del miedo. Del miedo a lo que viene después. Del miedo, desgarrador y
paralizante, que supone el deberse a alguien. Del expandido miedo a la muerte.
Tan atroz, que les impide cuestionarse lo que ven con sus propios ojos. Tan
asfixiante que es capaz de enfrentar a la integridad y al sentido común. Que
no les permite rebelarse. Que les obliga
a ver, oír, y callar. Que desintegra su autonomía.
Que los somete.
Es un verdadero placer, mi querida Patpreciosa, ver que vuelves de nuevo a la escritura. Y encima de este modo, gritando al cielo esa necesidad de expresarte por la palabra escrita y planteando uno de los problemas más profundos que ocupan al hombre. Da, como mínimo, para uno de nuestros debates ;)
ResponderEliminarMe alegra tenerte de vuelva :)