Hoy he ido a la exposición de Dalí, del Reina Sofía, y he de confesar que ha cambiado, al menos en parte, la concepción de Arte que tenía.
A pesar su fama, asistí a la
misma con bajas expectativas. Nunca he sido aficionada a los sinsentidos
artísticos, lo admito, y Dalí no se entiende a no ser que se le conozca mucho.
Desde la más absoluta de las ignorancias, confieso que algunas vanguardias
determinadas y el arte contemporáneo en general me resultan en ocasiones
desesperantes. Los cuadros claros y el chocolate espeso. Me exaspera ver en
museos obras cuyo valor artístico se me escapa y cuya autoría podría ser
fácilmente atribuida a un niño de tres años. No me gusta no entender. Me resulta
soberanamente incomprensible.
Así que comencé la exposición con
menos arte que gracia. Caminaba por las salas, mirando los cuadros sin verlos, tratando
de comprender metáforas cuya imagen no veía, observando obras que no entendía,
cuya lógica se me escapaba a pesar de que estoy segura de que se esconde tras
cada una de sus pinceladas.
Pero a medida que el tiempo fue
pasando, mi actitud fue, sin pretenderlo, cambiando. Poco a poco las pausas
comenzaron a ser más y más largas. Cada obra conseguía retenerme un poco más,
cautivarme en parte, impregnarme de su magia. Me paraba un poco. Ladeaba la
cabeza. Me detenía en detalles. Rastreaba su superficie. Pasaba el rato con
ellas.
Y así dejé de intentar entender y
pasé a mirar simplemente. Un saltamontes gigante, cientos de hormigas, cuerpos
deformados y cabezas torcidas. Cajones y muletas que sostienen hasta lo no
sostenible. Agua que cae sobre la nada. Un desierto. Una carretera infinita que
desaparece en el horizonte. Relojes que se deshacen con el paso del tiempo. Estilos
que se entremezclan y cambian con el paso de los años. Toda una colección de
fragmentos de sueños no creados por tu mente. Y así, sin yo quererlo, terminé
enamorándome de Dalí.
Siempre había pensado que para
apreciar un cuadro necesitas entenderlo. Que el Arte no es más (como si fuera
poco) que un trozo de subjetividad que una persona te regala. Una imagen. Una
impresión. Un punto de vista que te inunda. Una visión del mundo a través de
unos ojos que no son los tuyos. Y por eso las obras de las últimas décadas me
resultan tan resbaladizas. Porque es difícil entrar en una subjetividad si no se
sabe qué se está viendo.
Y esto, en parte, ha cambiado
hoy. He aprendido que se puede disfrutar de un placer estético sin necesidad de
comprenderlo. Y confieso que esto me resulta la mar de atrayente e inentendible.
Que el ser humano, un buscador empedernido de sentido por naturaleza, disfrute
de algo que no lo tiene, o de algo a lo que al menos no se lo encuentra.
Una concepción distintita de
belleza que no por ello resulta menos bella.
A mi querido David. Por permitirme sentir esto.
Hola Inés. Primero FELICIDADES en el día de tu Santo :). Me ha encantando tu escrito. Y sobro todo lo de los cuadros cuya autoría podría ser fácilmente atribuida a un niño de tres años. ¿Quién no piensa lo mismo cuando los ves? ¿Quién no ha pensado en dibujar un cuadro así y ponerlo en su pared? jajaja. Me alegro un montón que acabaras disfrutando y apreciándolo de esa forma. Eres increíble y te admiro un montón. Besos
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