jueves, 27 de octubre de 2011

Presagios

Hola a todos! :)
Vuelvo a publicar yo, Inés, en esta ocasión un relato de miedo, que he escrito para la actividad que hace la Biblioteca del San Gabriel todos los años por el Día de Todos los Santos. Y no me gustaría publicar esto sin mencionar a Roci y a Chus, por compartir conmigo mis ilusiones :)
Además, tb me gustaría agradecer a Mª Ángeles los comentarios que ha hecho por mail a cada uno de los relatos. Muchas gracias, de verdad. Porque impulsarme a seguir escribiendo y hacerme sentir que merece la pena :)
A ver si os gusta. Un beso a todos, y feliz puente! ;)


No sé si habéis tenido alguna vez la sensación de que algo va a salir mal. Un sexto sentido que se dispara. Un nudo en el estómago. Una intranquilidad constante que no para.

Un presagio.

Y no hay nada que puedas hacer para librarte de ello.

Yo tuve uno hará cosa de un año, durante el puente de los difuntos del año pasado. Por si no lo sabíais, los inviernos siempre los paso en mi pueblo. Está en la Sierra de Madrid. Quizás alguno de vosotros haya estado, aunque solo sea de paso. De calles irregulares y estrechas, invadido por el frío desde el mes de septiembre, dominado por los gatos. Un buen lugar donde perderse, sin duda, aunque no sea de forma intencionada.

Lo único malo es que mi casa está algo alejada del centro del pueblo. Así que, siempre que quedo con mis amigos, me toca recorrer una larga carretera que nunca cruza casi nadie. Y, aquella noche, no era ninguna excepción: la carretera estaba desierta. Y un sentimiento incomprensible de malestar general acechaba sin piedad a mi persona.

Volvía a casa. La oscuridad caía penetrantemente sobre ella, siendo la luz de la luna prácticamente incapaz de combatirla. Hacía frío, así que me encogí aún más entre mi abrigo y aceleré el paso. Solo el repiqueteo de mis pisadas se atrevía a romper el silencio que la noche entregaba.

Me froté las manos, tratando de hacerlas entrar en calor. La silueta de la montaña se distinguía a lo lejos, levemente iluminada por el sinfín de luces de las casas. El aullido de algún perro sonó de pronto, seguido por otros que estaban más cerca de donde me encontraba. Instintivamente aceleré el paso. Pasé entonces al lado de la amarilla mirada de un puñado de gatos que seguían mis pasos atentamente, moviendo al compás su cabeza. Parecían estar esperando una orden que les permitiera lanzarse a la caza.

Un viento gélido me hizo estremecer. Algo me impedía permanecer tranquila. La irracional certeza de que algo horrible iba a ocurrirme aquella noche. Y no sabéis cuánta razón tenía.

Creo que fue entonces cuando empezó a parecerme que alguien me seguía, aunque al principio quisiera atribuir aquel sonido seco de pisadas al producto de mi imaginación. El viento trajo consigo el ulular de algún búho perdido entre los árboles. El cielo, arañado por millones de ramas sin hojas, era de un color rojo apagado.

Empezó a hacerse evidente. No estaba sola. El eco amplificaba el crujido de sus botas contra el suelo. El pulso comenzó a acelerárseme. “No es nada, tranquila”, me decía, pero mi conciencia tenía más miedo que yo, y era incapaz de calmar a nadie.

Mil historias de muerte, dolor y sangre atravesaron mi cabeza. ¿A quién pretendía engañar? Alguien me estaba siguiendo. Oía sus pisadas. ¡Las oía! Cada vez más y más cerca. Dios, estaban tan cerca. Tan cerca que, si se lo proponía, podría atraparme. Y, entonces, ¿qué ocurriría? ¡Estaba tan cerca!

En un acto impulsivo, tratando de aplacar mi nerviosismo, me di la vuelta. Y la silueta de un hombre apareció ante mis ojos.

“Espera, no voy a hacerte daño”. Aquella frase fue decisiva. Empecé a correr, como nunca antes lo había hecho. El deseo de escapar de allí era mi impulso, lo que invadía mi mente, lo que dirigía mis movimientos. Corría y corría, rezando para mis adentros. Deseaba llegar a casa con todo mi ser, pero aquella maldita carretera no parecía acabarse nunca. Si conseguía doblar aquella curva, aunque fuera para perderle de vista…

Y entonces, oyendo mis súplicas, dos luces aparecieron por el horizonte. Miré atrás de nuevo, asustada, pero aquel hombre estaba aún bastante lejos. “En breves –pensaba- estaré dentro de ese coche, acordándome de esto, y riéndome de las tonterías que me ocurren”. Me puse en medio de la carretera. Las luces eran cada vez más grandes, y la idea de su cercanía me hacían sentir segura. Extendí los brazos y comencé a hacer señas para que el vehículo no pasara de largo.

Pero creo que no llegó a verme. No sé qué pasó después. Mis recuerdos se detienen en ese instante, mezclados por una luz de faros cegadora y por el intenso sonido de un frenazo que no llegó a tiempo.

Desde entonces, cuando me siento con la suficiente energía, deambulo por el lugar y miro la carretera con cierta tristeza. No hago gran cosa. Simplemente intento llamar la atención a los conductores que tienen que atravesar la zona.

Y, os parecerá ridículo, pero desde entonces todo el mundo en el pueblo parece hablar de mí. Yo, que siempre fui invisible ante los ojos de aquella gente, protagonizo sus conversaciones y pueblo sus peores sueños. ¿No es asombroso?

La niña la curva, creo que me llaman.

El relato se lo dedico a Patri Sánchez. Porque ambas sabemos el miedo que da regresar a nuestra casa solas y por la noche atravesando aquella dichosa carretera ;)